“No hay consenso”, con esas palabras lapidarias, definitivas, se despidió de la Cumbre de la OEA la Secretaria de Estado Hillary Clinton. Esa fue la frase que todos los medios de prensa afines al imperio –que son casi todos--, repitieron de inmediato, al igual que ciertos blogs de Miami y de Barcelona. Según la experiencia histórica, cuando Estados Unidos sale de la sala y tira la puerta tras sí, la reunión ha concluido. Eso fue lo que pensé que sucedería, no obstante la hidalguía con la que muchos gobiernos latinoamericanos habían expresado sus criterios. Pero no solo continuó el debate, sino que este llegó a consensuar una resolución contraria a los intereses de la elite de poder estadounidense: fue revocada sin condiciones la sanción contra Cuba que había sido impuesta en 1962 por Estados Unidos. Pude ver el instante histórico en vivo por CNN; digo ver, y no siempre escuchar, porque cuando la sala estalló en aplausos y los cancilleres –se habían retirado los de Estados Unidos y México--, se pusieron de pie para continuar aplaudiendo, los directivos de CNN consideraron que era ya hora de cortar el audio y darle entrada a un locutor que demoró en aparecer, porque seguramente andaba merendando en alguna esquina del estudio, para decir en off, lo que ya sabíamos: “estamos trasmitiendo en vivo…, etc, etc”. En fin, que cuando amainaron los aplausos, retornó el audio.
Admito que todos los que pudimos ver la transmisión nos emocionamos. Pensé en escribir de inmediato algo sobre lo sucedido, pero preferí esperar por la reacción de los medios que habían dado por finalizada la discusión. En definitiva este blog no es de noticias. Entonces vino la parte divertida. ¿Cómo decir que se aprobó la revocación sin que el lector entienda que se hizo lo que Estados Unidos no quería que se hiciera, que aprobar esa resolución constituía el mayor desafío político de la historia de la organización? Algunos periódicos trataron de asumir la resolución como un reto para Cuba, pero otros declararon con franqueza su derrota. Los titulares de la inmediatez, que suelen ser los más desorientados, eran cómicos: El País, en su conocida posición de ser y no ser, asumía el hecho como un desafío para Cuba, pero El Mundo, que es sin complejos de derecha, reaccionaba con irritación y hablaba del triunfo de un grupo de gobiernos “izquierdistas”. El Nuevo Herald por su parte no podía hacerse el sueco, ya que su lector miamense sabe muy bien que es una derrota histórica. Los representantes cubanoamericanos –la mafia de la que hablaba con conocimiento de causa Manolín, el Médico de la Salsa--, reclamó el castigo divino de la superpotencia. Y, afectado seriamente el sentido de la dignidad imperial, The New York Times declaró editorialmente su desacuerdo con la resolución e instó a Obama a no ceder en “sus principios”. Las afirmaciones posteriores de la Clinton y de Shannon –soberbias y amenazantes--, trataron de aparentar una inexistente aceptación de sus premisas. El amanuense imperial para América Latina –que hace 17 años sentenciara “la hora final de Castro”--, Andrés Oppenheimer, escribió: “Aunque la decisión del miércoles fue una victoria propagandística para Venezuela, Ecuador, Nicaragua y otros países admiradores del régimen militar cubano, y aunque el gobierno del presidente Obama hizo bastantes concesiones en sus esfuerzos iniciales para establecer condiciones al levantamiento de la suspensión, el resultado final de la reunión de la OEA dependerá de cómo se interprete la resolución final adoptada”. Pero no existe esa posibilidad. El hecho fue consumado y concluido. Cuba siempre declaró que no se reintegrará a la OEA. El único punto, el verdadero, es el que sentencia el levantamiento de las sanciones. Para los que no han entendido: en estos días el debate no era sobre Cuba, sino sobre América Latina, sobre las relaciones de respeto entre el Norte y el Sur del continente. Lo que se aprobó más que una resolución sobre la Revolución cubana –aunque de manera muy clara se revindica su derecho a la existencia--, es una Segunda Declaración de Independencia para América Latina. Una breve y aparentemente anodina resolución que debe leerse así: “Señores imperialistas: desde ahora en adelante, reafirmamos el derecho que nos asiste para elegir el gobierno que nos venga en ganas, y para determinar qué nos conviene y que no, con total independencia”. Como me comentara Arleen hace unas horas: Cuba no necesitaba a la OEA, la OEA necesitaba a Cuba. Necesitaba de su prestigio, de su victoriosa presencia en la geopolítica continental por más de 50 años.
Admito que todos los que pudimos ver la transmisión nos emocionamos. Pensé en escribir de inmediato algo sobre lo sucedido, pero preferí esperar por la reacción de los medios que habían dado por finalizada la discusión. En definitiva este blog no es de noticias. Entonces vino la parte divertida. ¿Cómo decir que se aprobó la revocación sin que el lector entienda que se hizo lo que Estados Unidos no quería que se hiciera, que aprobar esa resolución constituía el mayor desafío político de la historia de la organización? Algunos periódicos trataron de asumir la resolución como un reto para Cuba, pero otros declararon con franqueza su derrota. Los titulares de la inmediatez, que suelen ser los más desorientados, eran cómicos: El País, en su conocida posición de ser y no ser, asumía el hecho como un desafío para Cuba, pero El Mundo, que es sin complejos de derecha, reaccionaba con irritación y hablaba del triunfo de un grupo de gobiernos “izquierdistas”. El Nuevo Herald por su parte no podía hacerse el sueco, ya que su lector miamense sabe muy bien que es una derrota histórica. Los representantes cubanoamericanos –la mafia de la que hablaba con conocimiento de causa Manolín, el Médico de la Salsa--, reclamó el castigo divino de la superpotencia. Y, afectado seriamente el sentido de la dignidad imperial, The New York Times declaró editorialmente su desacuerdo con la resolución e instó a Obama a no ceder en “sus principios”. Las afirmaciones posteriores de la Clinton y de Shannon –soberbias y amenazantes--, trataron de aparentar una inexistente aceptación de sus premisas. El amanuense imperial para América Latina –que hace 17 años sentenciara “la hora final de Castro”--, Andrés Oppenheimer, escribió: “Aunque la decisión del miércoles fue una victoria propagandística para Venezuela, Ecuador, Nicaragua y otros países admiradores del régimen militar cubano, y aunque el gobierno del presidente Obama hizo bastantes concesiones en sus esfuerzos iniciales para establecer condiciones al levantamiento de la suspensión, el resultado final de la reunión de la OEA dependerá de cómo se interprete la resolución final adoptada”. Pero no existe esa posibilidad. El hecho fue consumado y concluido. Cuba siempre declaró que no se reintegrará a la OEA. El único punto, el verdadero, es el que sentencia el levantamiento de las sanciones. Para los que no han entendido: en estos días el debate no era sobre Cuba, sino sobre América Latina, sobre las relaciones de respeto entre el Norte y el Sur del continente. Lo que se aprobó más que una resolución sobre la Revolución cubana –aunque de manera muy clara se revindica su derecho a la existencia--, es una Segunda Declaración de Independencia para América Latina. Una breve y aparentemente anodina resolución que debe leerse así: “Señores imperialistas: desde ahora en adelante, reafirmamos el derecho que nos asiste para elegir el gobierno que nos venga en ganas, y para determinar qué nos conviene y que no, con total independencia”. Como me comentara Arleen hace unas horas: Cuba no necesitaba a la OEA, la OEA necesitaba a Cuba. Necesitaba de su prestigio, de su victoriosa presencia en la geopolítica continental por más de 50 años.
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