E. U. G.Tengo cincuenta años y el pelo entrecano. Hay días lluviosos, nostálgicos, apropiados para el balance de lo vivido. En esos instantes, siempre recuerdo a mi padre: alguna vez me dijo que de niño pensaba, tan seriamente como puede pensar un niño, que había venido al mundo para hacer grandes cosas. Lo decía con una sonrisa de conformidad, que no revelaba tristeza. Creo que fue feliz. Su vida no fue anodina, vivió intensamente los años más intensos de la historia cubana, y fue protagonista anónimo de hechos trascendentales. Cuando publiqué, al fin, mi primer libro, uno de cuyos ensayos había merecido en 1990 el Premio UNEAC, corría el año 1993. Ya sentíamos todo el rigor del Período Especial, y puse en la dedicatoria: “A Papá, que entregó sus mejores años a la Revolución, con lealtad y desinterés. A Edi, que también algún día juzgará mi vida”. No había nacido Víctor, el segundo de mis hijos. Cuando le muestro al más pequeño las fotos de entonces, en las que casi siempre aparezco con mi bicicleta china, se burla del hombre flaco, esquelético dirían mis amigos, y ojeroso, que mira a la cámara. Vivimos esos años entre el pedaleo monótono de la bicicleta, y el caos de los “alumbrones” que el vecindario vitoreaba eufórico, como náufragos del socialismo mundial; pero gracias a este, no quedamos abandonados a la deriva, ni fueron años perdidos: en ese período escribí muchos de los textos de mi segundo libro, asistí a Congresos Internacionales –como la mayoría de los profesionales de mi generación, y la mía fue una generación de profesionales--, fundé una revista, participé en movilizaciones a la agricultura y trabajé en la construcción de túneles para la defensa. Sé que algunos intelectuales un poco mayores que yo, y otros un poco menores, aprovecharon las becas en el extranjero, que obteníamos con facilidad, para abandonar un barco que parecía definitivamente averiado. Sé que para otros el tiempo de las movilizaciones, de los actos públicos, es tiempo perdido en el camino de la trascendencia individual. Yo creo lo contrario: que el profesional que bloquea su sensibilidad política, bloquea su capacidad intelectual. No juzgo a nadie. Pero al cabo me siento satisfecho de vivir en Cuba. Vivo en un apartamento de un solo cuarto, y el auto que heredé de mi padre –con treinta años de uso--, agoniza en un garaje. Pero he tenido la oportunidad de crear o de participar en la creación de muchas cosas, y de aportar mi granito de arena en la reconstrucción del país; de ser protagonista en el cambio continuo que es toda Revolución, y de ver el nacimiento de otras en América Latina, cuando los intelectuales de gabinete las declaraban muertas. Nunca podré entender a quienes trazan las coordenadas de la felicidad entre cuatro paredes, y miden el éxito sumando y restando objetos. A quienes ven el mundo desde las persianas de su ventana, y todos los conocimientos recibidos en la Universidad, apenas les sirven para detectar una falta de ortografía en la palabra Don Quijote, ya que son incapaces de entender la hondura vital del personaje cervantino. Qué suerte que viven en Cuba, a pesar de todo, en tiempos de crisis mundial. Hay muchos profesionales en el mundo que añoran ese privilegio. Y muchos cubanos de ultramar que regresan, al menos por un tiempito.
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