“Los malos no triunfan sino allí
donde los buenos son indiferentes.”
José Martí
donde los buenos son indiferentes.”
José Martí
Carlos Rodríguez Almaguer.
“Honduras es un pueblo generoso y simpático, en que se debe tener fe”, escribía José Martí, en las páginas de La América, de Nueva York, en junio de 1884. Y tal parece que, también en junio pero de 2009, esta sentencia se haya escrita en el cielo hondureño desde que hace unos días comenzó a gestarse la tormenta que en la madrugada de ayer desencadenó los truenos vergonzosos de la asonada golpista contra el presidente escogido libre y democráticamente por el pueblo de Honduras, José Manuel Zelaya.
Y en el pueblo hondureño han creído y junto a él se han alineado, sin demora, los pueblos de Nuestra América. Acaso antes de que muchos de los propios hondureños, víctimas de un silencio mediático y una manipulación criminal de la opinión pública, se dieran cuenta de lo que en verdad sucedía en su capital y en su país, ya muchos pueblos, por vía de sus presidentes y de sus cancilleres, protestaban contra el atropello de la libertad hondureña y condenaban el asalto vandálico y el asesinato de la Constitución de esa República americana.
Dichosa empieza a ser, sin duda, en estos tiempos nuevos, nuestra Madre América luego de tantos siglos de humillaciones y de enfrentamientos violentos contra quienes han querido siempre conculcar el derecho de sus hijos a disfrutar la libertad a que les llama una naturaleza inigualablemente hermosa, cuya impronta va impresa en su carácter: acogedores y hospitalarios con los que en paz y amistad pisan sus playas, y terribles e impenetrables para quienes en son de guerra y de conquista hoyan el suelo vendito en que nacieron.
Dichosa empieza a ser esta América Nueva, porque el tiempo en que la voz y el sentimiento de los pueblos que la conforman están en esencia y previsoramente puestos en la voz y el sentimiento de quienes los representan, es un tiempo dichoso. Venezuela, Cuba, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Argentina, Brasil… tantos otros que no han vacilado en condenar este artero atentado, que no es solo contra la constitucionalidad hondureña, sino contra los nuevos tiempos que se abren para nuestro “pequeño género humano”, como nos llamó Bolívar, para esta “raza original, fiera y artística”, como nos llamó José Martí.
La posición de los presidentes Chávez, Daniel, Correa, Evo, de Raúl y Fidel, apoyando el derecho del pueblo hondureño, y el valor y el patriotismo del presidente Zelaya y de su canciller, es una lección magistral de la altísima ética humanista y del compromiso que mueve a la práctica política contemporánea en Nuestra América. La claridad meridiana de sus planteamientos unido a la capacidad movilizadora de la opinión pública nacional e internacional, han constituido un elemento definitorio de la situación que vive el hermano país. Al atardecer del propio día del golpe, ya los gorilas estaban moral y políticamente derrotados por la opinión pública internacional. Nadie ha estado dispuesto a apoyar semejante retroceso a las brutalidades cavernarias de otros tiempos. La efectividad de los mecanismos de integración regionales está enfrentando con éxito visible la dura prueba que le han impuesto con su arbitrariedad los “Gorilettis” trasnochados que, acostumbrados a la impunidad de que han gozado por generaciones al amparo de sus amos rubios, no creyeron siquiera necesario, antes de cometer este “error suicida” —como lo llamó certeramente Fidel— informarse de la realidad que los circunda y que los ha petrificado como fósiles vivientes, energúmenos que se creen capaces todavía de inventar la rueda y, por ello mismo, tampoco pudieron darse cuenta de que ya el amo no tiene ni tendrá jamás sobre nuestros pueblos y sus dirigentes el efecto hipnótico ni el reflejo condicionado de otrora.
Tampoco son los mismos tiempos para el amo del norte, que en su actual postura frente a los tristes hechos de estos días ha marcado un importante hito en la historia de sus relaciones con nuestros pueblos en los últimos doscientos años. Sea por una casi increíble honestidad política, o por una más probable y astuta conveniencia, la actitud del gobierno de los Estados Unidos frente al golpe de estado en Honduras es un hilo de luz en la larga y tenebrosa noche de su ejercicio político y de su diplomacia, especialmente en este hemisferio, y ojalá signifique el inicio de un rescate sincero de los mejores valores éticos que hicieron nacer a esa gran nación y la convirtieron en su momento en el símbolo de la libertad y la admiración de los pueblos. “Un gran país como éste, —diría en su momento Pablo Neruda— despojado de su prepotencia política y económica, sería un regalo para el mundo”. Por eso también es grande el significado de la actual realidad que viven nuestras repúblicas americanas, pues, como advirtió a tiempo—con un siglo de tiempo—José Martí, la independencia y la dignidad de nuestras naciones no solo es buena para nosotros sus hijos, sino que será también una tabla de salvación para el honor duramente lastimado, y ya dudoso, de la gran república del norte, que en el desarrollo de su territorio alcanzaría más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo.
En este contexto, la reacción del pueblo hondureño es otro ejemplo para todos los pueblos y un motivo más de orgullo para los que no solo nacimos en nuestra América, sino que nos preciamos de ser hijos de esta tierra dolorosa y sublime. Y como en su momento el heroico pueblo venezolano, y luego el boliviano y el ecuatoriano, los hondureños tampoco han podido ser anulados por la abulia y la estolidez promovidas desde el norte y enfatizadas por las oligarquías a través de sus medios masivos de enajenación, y han salido a defender a los representantes electos libremente por ellos, como la manera más eficaz e inmediata de hacer respetar sus derechos individuales.
Ya los tiempos de los pueblos sumisos e indolentes compuestos por masas informes sin conciencia de sí, de su poder y de su historia, han quedado atrás. Ningún hombre ni mujer americano, una vez iluminada la conciencia y vivida intensamente la gloria de estos tiempos, volverá a bajar la cabeza otra vez ante la prepotencia y la ambición. Se acabó la impunidad en nuestra Madre América. Nadie volverá a golpear el rostro de un indio, de un negro, de un mestizo, de un americano de Nuestra América, ni de quienes sean elegidos como sus representantes, sin que se levanten espontáneamente al cielo, potentes y justicieros, millones de voces acusadoras y de puños reivindicadores.
A los golpistas de hoy y a los que puedan estar incubando ese virus nefasto ya en vías de erradicación; a los privilegiados parásitos de las oligarquías que han vejado durante siglos a nuestros pueblos, y a los oportunistas que cambian de color según cambia el ambiente, les decimos, mirándolos de frente y sin miedo, como diría en un verso inolvidable el Poeta Nacional de Cuba, Nicolás Guillén:
¡SE ACABÓ!
Y en el pueblo hondureño han creído y junto a él se han alineado, sin demora, los pueblos de Nuestra América. Acaso antes de que muchos de los propios hondureños, víctimas de un silencio mediático y una manipulación criminal de la opinión pública, se dieran cuenta de lo que en verdad sucedía en su capital y en su país, ya muchos pueblos, por vía de sus presidentes y de sus cancilleres, protestaban contra el atropello de la libertad hondureña y condenaban el asalto vandálico y el asesinato de la Constitución de esa República americana.
Dichosa empieza a ser, sin duda, en estos tiempos nuevos, nuestra Madre América luego de tantos siglos de humillaciones y de enfrentamientos violentos contra quienes han querido siempre conculcar el derecho de sus hijos a disfrutar la libertad a que les llama una naturaleza inigualablemente hermosa, cuya impronta va impresa en su carácter: acogedores y hospitalarios con los que en paz y amistad pisan sus playas, y terribles e impenetrables para quienes en son de guerra y de conquista hoyan el suelo vendito en que nacieron.
Dichosa empieza a ser esta América Nueva, porque el tiempo en que la voz y el sentimiento de los pueblos que la conforman están en esencia y previsoramente puestos en la voz y el sentimiento de quienes los representan, es un tiempo dichoso. Venezuela, Cuba, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Argentina, Brasil… tantos otros que no han vacilado en condenar este artero atentado, que no es solo contra la constitucionalidad hondureña, sino contra los nuevos tiempos que se abren para nuestro “pequeño género humano”, como nos llamó Bolívar, para esta “raza original, fiera y artística”, como nos llamó José Martí.
La posición de los presidentes Chávez, Daniel, Correa, Evo, de Raúl y Fidel, apoyando el derecho del pueblo hondureño, y el valor y el patriotismo del presidente Zelaya y de su canciller, es una lección magistral de la altísima ética humanista y del compromiso que mueve a la práctica política contemporánea en Nuestra América. La claridad meridiana de sus planteamientos unido a la capacidad movilizadora de la opinión pública nacional e internacional, han constituido un elemento definitorio de la situación que vive el hermano país. Al atardecer del propio día del golpe, ya los gorilas estaban moral y políticamente derrotados por la opinión pública internacional. Nadie ha estado dispuesto a apoyar semejante retroceso a las brutalidades cavernarias de otros tiempos. La efectividad de los mecanismos de integración regionales está enfrentando con éxito visible la dura prueba que le han impuesto con su arbitrariedad los “Gorilettis” trasnochados que, acostumbrados a la impunidad de que han gozado por generaciones al amparo de sus amos rubios, no creyeron siquiera necesario, antes de cometer este “error suicida” —como lo llamó certeramente Fidel— informarse de la realidad que los circunda y que los ha petrificado como fósiles vivientes, energúmenos que se creen capaces todavía de inventar la rueda y, por ello mismo, tampoco pudieron darse cuenta de que ya el amo no tiene ni tendrá jamás sobre nuestros pueblos y sus dirigentes el efecto hipnótico ni el reflejo condicionado de otrora.
Tampoco son los mismos tiempos para el amo del norte, que en su actual postura frente a los tristes hechos de estos días ha marcado un importante hito en la historia de sus relaciones con nuestros pueblos en los últimos doscientos años. Sea por una casi increíble honestidad política, o por una más probable y astuta conveniencia, la actitud del gobierno de los Estados Unidos frente al golpe de estado en Honduras es un hilo de luz en la larga y tenebrosa noche de su ejercicio político y de su diplomacia, especialmente en este hemisferio, y ojalá signifique el inicio de un rescate sincero de los mejores valores éticos que hicieron nacer a esa gran nación y la convirtieron en su momento en el símbolo de la libertad y la admiración de los pueblos. “Un gran país como éste, —diría en su momento Pablo Neruda— despojado de su prepotencia política y económica, sería un regalo para el mundo”. Por eso también es grande el significado de la actual realidad que viven nuestras repúblicas americanas, pues, como advirtió a tiempo—con un siglo de tiempo—José Martí, la independencia y la dignidad de nuestras naciones no solo es buena para nosotros sus hijos, sino que será también una tabla de salvación para el honor duramente lastimado, y ya dudoso, de la gran república del norte, que en el desarrollo de su territorio alcanzaría más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo.
En este contexto, la reacción del pueblo hondureño es otro ejemplo para todos los pueblos y un motivo más de orgullo para los que no solo nacimos en nuestra América, sino que nos preciamos de ser hijos de esta tierra dolorosa y sublime. Y como en su momento el heroico pueblo venezolano, y luego el boliviano y el ecuatoriano, los hondureños tampoco han podido ser anulados por la abulia y la estolidez promovidas desde el norte y enfatizadas por las oligarquías a través de sus medios masivos de enajenación, y han salido a defender a los representantes electos libremente por ellos, como la manera más eficaz e inmediata de hacer respetar sus derechos individuales.
Ya los tiempos de los pueblos sumisos e indolentes compuestos por masas informes sin conciencia de sí, de su poder y de su historia, han quedado atrás. Ningún hombre ni mujer americano, una vez iluminada la conciencia y vivida intensamente la gloria de estos tiempos, volverá a bajar la cabeza otra vez ante la prepotencia y la ambición. Se acabó la impunidad en nuestra Madre América. Nadie volverá a golpear el rostro de un indio, de un negro, de un mestizo, de un americano de Nuestra América, ni de quienes sean elegidos como sus representantes, sin que se levanten espontáneamente al cielo, potentes y justicieros, millones de voces acusadoras y de puños reivindicadores.
A los golpistas de hoy y a los que puedan estar incubando ese virus nefasto ya en vías de erradicación; a los privilegiados parásitos de las oligarquías que han vejado durante siglos a nuestros pueblos, y a los oportunistas que cambian de color según cambia el ambiente, les decimos, mirándolos de frente y sin miedo, como diría en un verso inolvidable el Poeta Nacional de Cuba, Nicolás Guillén:
¡SE ACABÓ!
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