Abdiel Bermúdez Bermúdez
Tomado del blog Misión Cuba
Hacía tiempo que no escuchaba esa palabra. Hacía mucho, sí, sobre todo en boca de mis abuelos, y de otro montón de viejucos que intentaron enseñarme que para ser una buena persona, primero había que ser decente.
Y decente para mí era ser honesto, educado y aseado. Si cumplía con estos requisitos era un niño decente. Después, quise ser un joven decente, aunque tuviera pensamientos indecentes cuando una muchacha linda requetelinda me pasaba por el lado. Y traté y traté, aunque reconozco que no siempre he actuado de acuerdo con las leyes de la decencia.
La primera vez que fui indecente se la debo a Yeya, una señora de armas tomar que no aceptaba que mis pelotas cayeran en su jardín. Y el día que amenazó con picármelas, se fue toda decencia al demonio, monté en cólera, y por poco Yeya pierde el jardín si no es por mi mamá, que me llamó a capítulo.
La segunda vez que fui indecente, fue por culpa de Isandra, una gordita que resolvió romperme los espejuelos, por cosas de muchachos, cuando estudiábamos en la primaria. Me aguanté de toda la decencia posible, para no romperles los de ella, aunque se me salieron un par de palabrotas impronunciables ahora. Debo recordarles que estaba en cuarto grado y era el año 1993, cuando encontrar cristales para los espejuelos era más difícil que escribir con los pies.
Después he tratado de mantener la compostura, que decencia también es eso: acatar las buenas costumbres, las normas de convivencia social, porque la decencia, según mis abuelos, está en las conversaciones, vestimentas, gestos y posturas, pues saber comportarse decentemente no viene en los genes, hay que enseñarlo.
Y antes, muuuuuuuuuuuuucho antes… la decencia era obligatoria. Ahora no, ahora los nuevos tiempos, estos tiempos de escaseces y estrecheces, han modelado nuevas formas de decencia. Y ya para algunos que una joven vaya con una falda-blumer a atenderse a un hospital no es indecente. Cosa con la que mi abuela infartaría.
Y no sé por qué, pero cuando veo a un hombre con plena capacidad para trabajar, tratando de vivir del aire; o a una mujer embistiendo a un turista en plena calle, así, abiertamente, sin que medie nada más que una billetera de por medio, no estoy muy seguro de que la decencia esté dando señales de buena salud.
Una amiga mía dice que decencia es una palabra demasiado abstracta, como toda cualidad moral, y que por eso se esfuma. Y yo digo que es verdad, pero de qué modo puede materializarse la decencia sino a través de lo que somos hacia dentro de nosotros mismos y hacia los demás. Es como la frase aquella: la mujer del César tiene que ser decente, y además, aparentarlo.
Y aparentarlo esta vez no es ficción, ni doblaje, ni teatro. Aparentarlo significa que ser decente no es solo hacer gala de educación y calidad humana en el orden interior, sino de respeto por aquellos que nos rodean. No basta con ser decente: es necesario actuar con decencia, aunque en estos tiempos eso suponga un motivo de burla social. Y lo digo porque últimamente cuando se actúa con decencia ante determinada situación, parece que se peca de bobo, de tonto, de extraterrestre. Es como si actuar correctamente fuese irracional, y además, incorrecto. Por eso, si el joven comete fraude en la escuela, le decimos: “No importa, lo que importa es que apruebes…”
Y si no sabe hacer la tarea, se la hacemos; y si le falta el respeto a un profesor, nos fajamos con el profesor, que para eso somos los padres del niño, y usted, profesor, que se pasa más tiempo con el niño que los padres, que le aguanta toda la mala-crianza que ellos le dieron, se tiene que quedar calladito, ¿bien?, porque es lo que hace un profesor decente, ¿no?
Pues no. Que enseñar decencia no es obra docente. A ser decente se enseña desde la cuna. Al menos eso es lo que me decía mi mamá cundo me prohibía aparecerme en la casa con un juguete que no hubiese sido comprado por ella, para que aprendiera a respetar los bienes de los demás; y a andar limpio y aseado, y a comer con la boca cerrada, y a no decir malas palabras.
La verdad es que yo no seré un modelo de decencia ni mucho menos. Como todo ser humano, he cometido errores por los que he andado cabizbajo, si levantar mucho la cabeza, porque la vergüenza pesa. Pero si no me avergonzara no estaría en el camino de la decencia. No estaría cerca de ella. Y eso me alejaría de mis padres y mis abuelos, de la gente que me quiere bien. Eso sería imperdonable.
Ser decente es no perder la capacidad de avergonzarse, amigos. Incluso ante los errores de los demás, ante un incumplimiento, o ante un hecho delictivo.
La decencia es el valor humano que mejor refleja la dignidad humana. A lo mejor alguien piensa que el listón es demasiado alto, sobre todo cuando hay que ingeniárselas para poner todos los días el pan sobre la mesa. Pero hay cosas a las que un hombre o una mujer no pueden renunciar nunca. Y aunque tenga que luchar con uñas y dientes por sus metas y sus sueños, no debería perder algo que en buena medida nos hace mejores entre los animales que pueblan la tierra. Y ustedes ya saben de qué les hablo.
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