Enrique Ubieta Gómez
Hace algunos años participé en una aventura loca. Durante una visita a Gibara, en Holguín, nos llevaron al parque eólico que acababa de construirse, y que aún estaba por inaugurarse. Como todavía conservo ese impulso infantil de romper límites, de intentar lo imposible, reté a mis acompañantes: ¿por qué no subimos por el interior de uno de esos enormes "ventiladores" hasta las astas? Entre nosotros había una mujer de pequeña estatura y complexión aparentemente débil, que fue la primera en reaccionar. Vamos a subir, dijo. Cuando una mujer decide algo así, los hombres acatan. Pero mi sorpresa fue grande cuando supe las condiciones del "ascenso": la escalera interior, sin pasamanos, era de peldaños cilíndricos, de hierro, absolutamente vertical, y solo había una pequeñísima plataforma de descanso a mitad de trayecto. La siguiente noticia era aún peor. Caía ya la tarde, y las enormes torres (sin ventanas) carecían aún de conexiones eléctricas, por lo que no habría luz en el interior. Una vez adentro y en ascenso, una oscuridad absoluta lo envolvería todo. Pero aquella increíble mujer nos estaba retando de verdad: sin esperarnos, empezó a subir, como si se tratase de un juego divertido. Fuimos tras ella, y quedé rezagado. Escuchaba su voz en las alturas, muy lejos de mí, mientras subía despacio, agarrándome, casi abrazándome a los peldaños cilíndricos, sin siquiera poder ver mis manos sudadas. El guía nos esperó a todos para alertarnos de unos cables invisibles en la oscuridad que se mezclaban con la escalera en un punto bastante elevado, y para ayudarnos a saltar a la plataforma intermedia. Llegué, desde luego, porque jamás he empezado algo que no termine. Arriba, tuve la impresión de que era un ser muy pequeñito que caminaba agachado por los intersticios del motor de un ventilador real, en la casa de un gigante. Por fin, sacamos nuestras cabezas por una puerta-ventana que había en el techo del "local". El paisaje fue decepcionante, no por carecer de belleza, sino porque la noche ya lo envolvía todo. Con la cabeza fuera, allá en lo más alto, podía sentir en el estómago el vaivén de la torre, un movimiento que los ingenieros calculan, pero que el ojo humano no puede apreciar desde abajo. Bajé con el mismo cuidado (cuidado es un eufemismo de miedo). Cuando puse los pies en la tierra, las piernas me temblaban. Había sudado tanto, que la ropa estaba completamente mojada, como si me hubiesen echado un cubo de agua. No obstante, me sentía feliz de mi proeza. No podía dejar de mirar a aquella mujer que había subido y bajado mientras canturreaba una canción, y que ahora no ofrecía prueba alguna de haber realizado un esfuerzo mayor. De todo esto me acordé ahora que vi estas magníficas fotos del Grupo de Rescate y Salvamento de la Cruz Roja Cubana, que el 22 de noviembre de 2012 acometió la reparación de una avería en un aerogenerador del parque eólico Gibara II, ubicado al norte de la provincia de Holguín, Cuba.
AIN FOTO/Juan Pablo CARRERAS
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