Entre los mensajes que aguardaban por mi regreso en el correo electrónica estaba este texto del admirado amigo Antonio. Estoy seguro que conserva su interés.
Antonio Rodríguez Salvador
Al cardenal hondureño Óscar Rodríguez no le resultará ajena la historia de Poncio Pilatos. Según los Evangelios, Pilatos halló el modo de guardar las apariencias ante la condena a muerte que el Sanedrín había impuesto a Jesucristo. Sin embargo, un día antes de que el ejército asesinara a dos civiles hondureños, hecho ocurrido el pasado 5 de julio en el Aeropuerto Internacional de Toncontín, el cardenal Rodríguez se dirigió por la televisión al legítimo presidente de Honduras, señor Manuel Zelaya Rosales, para advertirle: "sé que usted respeta la vida, y hasta el día de hoy no ha muerto ningún hondureño. Pero su regreso al país en este momento podría desatar un baño de sangre. Por favor, medite. Porque después sería demasiado tarde"
Sacadas de contexto, parecerían proféticas las palabras del cardenal Rodríguez; también parecerían iluminadas por la virtud. Y, ciertamente, lo parecerían, pero en verdad no son ni proféticas ni virtuosas. Hace mucho tiempo la expresión “lavarse las manos”, en referencia a la usada por Pilatos, cuenta con un significado concreto en nuestro idioma: “desentenderse de un negocio en que hay inconvenientes, o manifestar la repugnancia con que se toma parte en él”. Por otra parte, hace ya casi dos mil años, desde la crucifixión de Jesucristo, que la Iglesia Católica no conoce de nuevos profetas.
Obviemos serpenteos de la retórica, y vayamos directamente al asunto. Si el cardenal Óscar Rodríguez anunció el baño de sangre, solo fue porque conocía la catadura moral de quienes hoy usurpan el poder en Honduras. Eran estos, y no Zelaya, quienes ordenarían a los soldados disparar contra el pueblo indefenso. Pudo haber condenado el golpe de estado; pudo, al menos, exigir templanza a los militares. Pero nada de esto hizo. Prefirió lavar sus manos, al tiempo de presentar a Zelaya como el clásico chivo expiatorio.
¿Pero lo haría consciente de que así daba un espaldarazo a la infamia? ¿Acaso temía no por su alma, sino por su cuerpo? Se sabe cuán peligroso resulta oponerse a determinados sectores oligarcas de Centroamérica, sin importar que quien lo haga vista hábitos sacerdotales. Porque quizá el cardenal Rodríguez recordaba lo sucedido a otro sacerdote, por casualidad su tocayo: el Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 por oponerse a la represión de la sanginaria ultraderecha salvadoreña. El día anterior a su muerte, el Monseñor Óscar Arnulfo Romero hizo un enérgico llamado al ejército salvadoreño: “ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: "No matar”.
Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla”. Esto quizá vino a la mente del cardenal Rodríguez, al tiempo de también recordar un viejo refrán de acento católico: Dios los cría, pero el diablo los junta. En cualquier caso, el cardenal Rodríguez sabrá mejor que la mayoría de los mortales si ha cometido pecado de pereza, en tanto sus palabras sintieron desgano de la verdad. Tampoco se permitiría olvidar que seis cosas hay que aborrece Yahveh, y siete son abominación para su alma (Proverbios 6:16-19): ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal, testigo falso que profiere calumnias, y el que siembra pleitos entre los hermanos.
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