“…si el ánimo generoso se aflige de dar cabida a una
sospecha injusta, las lecciones históricas, los intereses
en lucha, y el carácter y momento del suceso
la hacen surgir y la autorizan.”
José Martí.
La Opinión Nacional, Caracas, 5 de septiembre de 1881.
sospecha injusta, las lecciones históricas, los intereses
en lucha, y el carácter y momento del suceso
la hacen surgir y la autorizan.”
José Martí.
La Opinión Nacional, Caracas, 5 de septiembre de 1881.
Carlos Rodríguez Almaguer
Si un principio nos ha permitido a los cubanos levantarnos del fango de la esclavitud a la superior condición de pueblo libre en el brevísimo plazo de dos siglos, ha sido, precisamente, aquel que resumió José Martí en esta frase lapidaria: “El odio no construye”.
Desde los albores mismos de nuestro surgimiento como nación, nos ha acompañado siempre el peligro de ver a nuestra pequeña y entrañable Isla desaparecer como ente particular tragada por la voracidad de los Estados Unidos. A lo largo de estos dos siglos, y de forma ininterrumpida y despiadada en los últimos cincuenta años, los sucesivos gobiernos norteamericanos han empleado los más inimaginables métodos para hacerse del control de Cuba: desde comprarla directamente a su metrópoli con dinero constante y sonante, pasando luego a la compra de los que acá, como en todas partes y en todos los tiempos, han estado dispuestos a venderse, hasta la invasión militar. En todos ha fracasado a la postre, aunque por algún tiempo el segundo método les resultó efectivo. Pero con el advenimiento de la Revolución de Fidel, en 1959, toda esperanza se vino abajo y el anhelo de posesión se convirtió en obsesión y luego en enfermedad.
Son conocidas las sostenidas agresiones contra nuestro país desde y por el gigante del norte. Sin embargo, si bien desde Martí —que fue el primer antimperialista de la época moderna— hasta Fidel Castro, hemos sido educados en el antimperialismo como parte inseparable de nuestra cultura, jamás, a lo largo de ese tiempo, se nos han inculcado sentimientos anti norteamericanos. Nunca hemos odiado al pueblo norteamericano. Hemos rechazado con las palabras y con las armas las políticas imperialistas de los gobiernos de ese país. No es la guerra nuestra vocación, sino la paz, porque hemos tenido que vivir en guerras o preparándonos para ellas desde que quisimos incorporarnos al concierto de los pueblos libres.
Se entenderá entonces que nos alegremos, como el resto del mundo, de cualquier señal positiva que en el camino del respeto al derecho internacional, a la autodeterminación de los pueblos, y al uso del sentido común de cualquier gobierno de ese país. Sin embargo, no podemos olvidar las enfáticas advertencias del Che Guevara cuando le dijo al mundo desde Cuba que en el imperialismo no podemos confiar “pero ni tantito así, ¡nada!”. Y he aquí como los tristes sucesos que desde el domingo 28 de junio tienen lugar en la hermana República de Honduras, y las posturas encontradas que ha tenido el gobierno norteamericano en sus declaraciones públicas y sus actos concretos, le han dado al Che una vez más la razón.
El cinismo del gobierno norteamericano, sea cual sea el nombre de quien lo presida, la denominación del partido en que milite y el color de la piel en que envuelva sus pensamientos y sus acciones, no cambiará mientras domine en ese país la doctrina imperialista. La naturaleza violenta, criminal y egoísta de esa doctrina se lo impide, y contra esa naturaleza no vale invocar ética alguna porque solo entiende el lenguaje de las cavernas. Los cavernícolas tienen su propio código, se entienden y protegen entre ellos, aunque unos vistan de frac y otros de camuflaje.
A todas luces, el golpe de estado en Honduras no debió durar 72 horas, plazo que no alcanzaron ni la invasión mercenaria a Cuba por Playa Girón, ni el golpe fascista contra el presidente Hugo Chávez, en abril de 2001, en Venezuela. La reflexión de Fidel en la que expresa que sin el apoyo del gobierno de los Estados Unidos los golpistas ni siquiera respirarían, no hizo sino alertarnos de que si aquella asonada prosperaba en el tiempo era porque contaba con el apoyo, abierto o encubierto, de esa administración, o—como sugeriría Raúl desde Managua—de algunos sectores poderosos dentro de ella.
Aunque el código cavernícola no es ninguna ética, sino un sistema de conveniencias, presiones, amenazas y chantajes, este es lo suficientemente fuerte como para impedir que alguno de los complotados, cuando no el principal, se desmarque y tome distancia de los acontecimientos si el desarrollo imprevisto y adverso de estos así lo aconsejaran. La experiencia indica que ese, y no otro, es el motivo de la permanencia del embajador norteamericano en Tegucigalpa, cuando varios países de América y de la Unión Europea comenzaron a retirar a sus diplomáticos de la nación centroamericana en señal de protesta y desconocimiento al régimen de facto creado luego del asalto al orden constitucional hondureño.
La OEA por su parte, ha tenido éxito al menos en la intención de ganar tiempo, de dejar que transcurran los días y los acontecimientos evolucionen en uno u otro sentido. El discurso del señor Insulza parece, o quiere parecer, radical, pero el hecho en sí es que su viaje a Tegucigalpa y su entrevista con elementos del golpismo es, precisamente, lo contrario de lo que los países miembros del ALBA habían determinado con claridad meridiana desde los primeros momentos del golpe: no se negocia con los golpistas; se les exige deponer su actitud o se les destruye.
Es criminal el abandono práctico en el que se ha dejado al pueblo hondureño. Si bien es cierto que el respaldo político y moral ha sido unánime y contundente, es una verdad mayor y más dolorosa que mientras nos limitamos a las protestas y las condenas contra los asesinos de ese pueblo, en las calles de las ciudades, en los caminos, en los pueblos del campo, hombres y mujeres están siendo ultrajados, golpeados y asesinados por una jauría que parece no tener freno en su orgía sangrienta, y cientos de adolescentes están siendo reclutados por la fuerza, arrancados de las entrañas del pueblo —en una violación más de las leyes constitucionales de esa nación— para nutrir las filas de los que masacran a ese mismo pueblo.
Ni el gobierno de los Estados Unidos ni la OEA pueden ya engañar a nadie. Sus subterfugios y mezquindades han quedado fuera de la hojita de parra con que pretendieron esconder sus vergüenzas.
No se puede pedir peras al olmo. El árbol se conoce por sus frutos, y el hombre por sus acciones.
Desde los albores mismos de nuestro surgimiento como nación, nos ha acompañado siempre el peligro de ver a nuestra pequeña y entrañable Isla desaparecer como ente particular tragada por la voracidad de los Estados Unidos. A lo largo de estos dos siglos, y de forma ininterrumpida y despiadada en los últimos cincuenta años, los sucesivos gobiernos norteamericanos han empleado los más inimaginables métodos para hacerse del control de Cuba: desde comprarla directamente a su metrópoli con dinero constante y sonante, pasando luego a la compra de los que acá, como en todas partes y en todos los tiempos, han estado dispuestos a venderse, hasta la invasión militar. En todos ha fracasado a la postre, aunque por algún tiempo el segundo método les resultó efectivo. Pero con el advenimiento de la Revolución de Fidel, en 1959, toda esperanza se vino abajo y el anhelo de posesión se convirtió en obsesión y luego en enfermedad.
Son conocidas las sostenidas agresiones contra nuestro país desde y por el gigante del norte. Sin embargo, si bien desde Martí —que fue el primer antimperialista de la época moderna— hasta Fidel Castro, hemos sido educados en el antimperialismo como parte inseparable de nuestra cultura, jamás, a lo largo de ese tiempo, se nos han inculcado sentimientos anti norteamericanos. Nunca hemos odiado al pueblo norteamericano. Hemos rechazado con las palabras y con las armas las políticas imperialistas de los gobiernos de ese país. No es la guerra nuestra vocación, sino la paz, porque hemos tenido que vivir en guerras o preparándonos para ellas desde que quisimos incorporarnos al concierto de los pueblos libres.
Se entenderá entonces que nos alegremos, como el resto del mundo, de cualquier señal positiva que en el camino del respeto al derecho internacional, a la autodeterminación de los pueblos, y al uso del sentido común de cualquier gobierno de ese país. Sin embargo, no podemos olvidar las enfáticas advertencias del Che Guevara cuando le dijo al mundo desde Cuba que en el imperialismo no podemos confiar “pero ni tantito así, ¡nada!”. Y he aquí como los tristes sucesos que desde el domingo 28 de junio tienen lugar en la hermana República de Honduras, y las posturas encontradas que ha tenido el gobierno norteamericano en sus declaraciones públicas y sus actos concretos, le han dado al Che una vez más la razón.
El cinismo del gobierno norteamericano, sea cual sea el nombre de quien lo presida, la denominación del partido en que milite y el color de la piel en que envuelva sus pensamientos y sus acciones, no cambiará mientras domine en ese país la doctrina imperialista. La naturaleza violenta, criminal y egoísta de esa doctrina se lo impide, y contra esa naturaleza no vale invocar ética alguna porque solo entiende el lenguaje de las cavernas. Los cavernícolas tienen su propio código, se entienden y protegen entre ellos, aunque unos vistan de frac y otros de camuflaje.
A todas luces, el golpe de estado en Honduras no debió durar 72 horas, plazo que no alcanzaron ni la invasión mercenaria a Cuba por Playa Girón, ni el golpe fascista contra el presidente Hugo Chávez, en abril de 2001, en Venezuela. La reflexión de Fidel en la que expresa que sin el apoyo del gobierno de los Estados Unidos los golpistas ni siquiera respirarían, no hizo sino alertarnos de que si aquella asonada prosperaba en el tiempo era porque contaba con el apoyo, abierto o encubierto, de esa administración, o—como sugeriría Raúl desde Managua—de algunos sectores poderosos dentro de ella.
Aunque el código cavernícola no es ninguna ética, sino un sistema de conveniencias, presiones, amenazas y chantajes, este es lo suficientemente fuerte como para impedir que alguno de los complotados, cuando no el principal, se desmarque y tome distancia de los acontecimientos si el desarrollo imprevisto y adverso de estos así lo aconsejaran. La experiencia indica que ese, y no otro, es el motivo de la permanencia del embajador norteamericano en Tegucigalpa, cuando varios países de América y de la Unión Europea comenzaron a retirar a sus diplomáticos de la nación centroamericana en señal de protesta y desconocimiento al régimen de facto creado luego del asalto al orden constitucional hondureño.
La OEA por su parte, ha tenido éxito al menos en la intención de ganar tiempo, de dejar que transcurran los días y los acontecimientos evolucionen en uno u otro sentido. El discurso del señor Insulza parece, o quiere parecer, radical, pero el hecho en sí es que su viaje a Tegucigalpa y su entrevista con elementos del golpismo es, precisamente, lo contrario de lo que los países miembros del ALBA habían determinado con claridad meridiana desde los primeros momentos del golpe: no se negocia con los golpistas; se les exige deponer su actitud o se les destruye.
Es criminal el abandono práctico en el que se ha dejado al pueblo hondureño. Si bien es cierto que el respaldo político y moral ha sido unánime y contundente, es una verdad mayor y más dolorosa que mientras nos limitamos a las protestas y las condenas contra los asesinos de ese pueblo, en las calles de las ciudades, en los caminos, en los pueblos del campo, hombres y mujeres están siendo ultrajados, golpeados y asesinados por una jauría que parece no tener freno en su orgía sangrienta, y cientos de adolescentes están siendo reclutados por la fuerza, arrancados de las entrañas del pueblo —en una violación más de las leyes constitucionales de esa nación— para nutrir las filas de los que masacran a ese mismo pueblo.
Ni el gobierno de los Estados Unidos ni la OEA pueden ya engañar a nadie. Sus subterfugios y mezquindades han quedado fuera de la hojita de parra con que pretendieron esconder sus vergüenzas.
No se puede pedir peras al olmo. El árbol se conoce por sus frutos, y el hombre por sus acciones.
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