Enrique Ubieta Gómez
Para muchos analistas internacionales y es posible que para muchos hondureños, el énfasis social del gobierno de Manuel Zelaya en Honduras –un hacendado y político tradicional, miembro de un partido de centro derecha--, fue una sorpresa. Los enemigos han tratado de ridiculizar su no prevista adhesión al bloque de gobernantes latinoamericanos que desde perspectivas diversas, a veces contradictorias, se asumen en la izquierda. Al parecer, los norteamericanos, asentados en Honduras como en el traspatio de su propia casa, nunca imaginaron el honorable posicionamiento de un hombre que provenía de una de las familias más ricas del país.Pero existía un dato objetivo, obvio, que tarde o temprano sería entendido por las conciencias más honestas y lúcidas del país –siquiera porque el capitalismo necesita de un mercado, y este de compradores--: Honduras se acercaba peligrosamente a los índices de pobreza de Haití, y competía por el primer lugar de América Latina. También existía un dato subjetivo, menos visible, aunque no oculto: en círculos intelectuales y de poder crecía la conciencia de que esa situación era insostenible. Como suele pasar en tales casos, no era una conciencia cínica, apegada únicamente a previsiones domésticas sobre pérdidas y ganancias.Fui testigo del impacto social que produjo en ese país la labor de los médicos cubanos que llegaron después del Mitch, a fines de 1998. Con respecto a Cuba, la sociedad hondureña era virgen: cuando se abordaban temas cubanos, la prensa local seguía mimética los parámetros dictados por la gran prensa imperial, pero no existían contactos humanos, de pueblo a pueblo. A diferencia de su vecina Nicaragua, para Honduras la llegada de brigadas médicas de la isla satanizada fue una novedad absoluta. Seis meses después, el Colegio Médico había quedado socialmente aislado y desprestigiado por su oposición clasista a la “competencia” desinteresada de los galenos cubanos. Recuerdo en especial un artículo aparecido el 1 de octubre de 1999 en el diario Tiempo, cuando ya era inminente la expulsión de los médicos cubanos, escrito por Rodolfo Pastor Fasquelle, quien fuera después ministro de cultura del gobierno de Zelaya –con una digna actitud frente al golpe de estado--, un hombre que declaraba su militancia liberal, y que aún cargaba con los prejuicios impuestos por la propaganda mediática: “No le tengo al régimen cubano ningún afecto particular, sino sólo agradecimiento. Como sigo siendo liberal, rechazo cualquier clase de censura o prisión política. Y no soy un admirador ingenuo de Fidel Castro (respeto el lugar que le da la historia), pero reconozco la superioridad moral de la sociedad que los cubanos han creado, y de donde nos han venido estos genuinos evangelistas, sobre la cabrona sociedad que estamos empeñados en proteger aquí, tan egoísta, torpe y miope. Y no creo que tenga nada de inevitable. La lección de humanidad y de solidaridad que nos han dejado estos vecinos es inolvidable, como también la evidencia de mezquindad que nos han dado los hijos del patio”.Periódicos nada sospechosos de izquierdismo publicaron por aquellos días editoriales que debieron haber sido estudiados con atención: “Los logros alcanzados por los médicos cubanos en Honduras –decía El Heraldo, el 30 de septiembre de 1999--, en un tiempo tan limitado, son una verdadera hazaña porque no sólo sanaron a miles de hondureños, también esparcieron por doquier las semillas de un espíritu de solidaridad y humanismo que desgraciadamente no son moneda corriente entre nosotros. El logro más importante de este grupo de profesionales caribeños en Honduras, además de los ya mencionados, es el de haber puesto al descubierto muchas de las causas por las que miles de nuestros compatriotas mueren de enfermedad y se encuentran abandonados a la buena de Dios a lo largo y ancho de Honduras”. Solo quiero agregar sobre este tema dos cosas: uno, el gobierno hondureño de entonces tuvo que hacer regresar a los médicos expulsados; dos, los actuales gobernantes de facto declararon inmediatamente después del golpe que los médicos internacionalistas permanecerían en el país (Cuba nunca ha condicionado su presencia a la posición política del país necesitado), porque expulsarlos, ellos lo saben, era un suicidio. El golpe de estado es la reacción del sector más retrógrado de la oligarquía hondureña –enlazada a los intereses geopolíticos del imperialismo norteamericano--, frente a cambios que no conducen necesariamente a la implementación de un estado socialista, pero que afectan su ilimitado enriquecimiento. La capacidad que demuestre el sector progresista de la burguesía hondureña para defender los intereses de la nación en su conjunto, establecerá su lugar en el presente y el futuro inmediato del país. No se trata de un hombre. Zelaya tuvo el mérito histórico de abrir un camino. Julio Escoto, destacado intelectual hondureño, escribió con ironía –desde una posición quizás excesivamente contemplativa--, el 19 de julio pasado en su blog personal: “En Honduras existen dos premisas opuestas y por ende mutuamente contradictorias; por lo mismo falsas de fundamento. La primera ha sido: ‘este pueblo es aguantador’, indicando que se le puede hacer de todo y no reacciona. La segunda premisa es: ‘cuando este pueblo se levante va a ser terrible’. Estoy estudiando el balance entre ambas”. Si los sectores afines a Zelaya en Honduras no defienden el poder que el pueblo les dio, habrá finalizado su ciclo histórico. Entonces será el turno de los ofendidos.
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