Enrique Ubieta Gómez
Los presidentes y los pueblos latinoamericanos, por primera vez en muchos, pero muchos años, estaban pendientes al unísono de un mismo suceso: el arribo del colega hondureño depuesto por los militares de su país, con la sibilina complicidad de Estados Unidos. La argentina Cristina Fernández de Kischner, el ecuatoriano Correa, el paraguayo Fernando Lugo habían viajado hasta el país más cercano, El Salvador, para actuar si fuese necesario en apoyo de Zelaya. Solo un presidente en el continente tenía otra prioridad: Barack Obama, que ahora mismo vuela a Rusia.
Miguel D’Escoto, el corajudo canciller sandinista en tiempos de Reagan, del Irán-contras, y del minado de los puertos nicaragüenses por el que Estados Unidos recibió una no acatada sanción de la Corte Internacional de La Haya, viajaba en su actual condición de presidente de la Asamblea General de Naciones Unidas en el avión venezolano que traslada al presidente Zelaya. El pueblo hondureño se concentraba en los alrededores del aeropuerto para recibirlo. Los militares enfrentaban a la multitud, disparaban, y aparecían los primeros muertos y heridos. Tele Sur trasmitía en vivo. CNN callaba, mentía o comentaba el estado de las finanzas. Todos los latinoamericanos hemos tenido por unas horas un solo presidente constitucional, no importa cuan cercanos o distantes nos sintamos de su programa de gobierno. Pero la CNN a veces lo llamaba ex presidente, y a veces “el presidente depuesto”. Los golpistas perciben el apoyo implícito, hablan de inexistentes planes de agresión de Nicaragua y de Venezuela que CNN alimenta, se comportan con prepotencia.
No sé si no lo sabe, si no lo entiende, o si, sencillamente, lo sabe y lo entiende, pero nada puede o quiere hacer. Barack Obama ha dilapidado horas cruciales de su vida en el anunciado empeño de revertir las relaciones de su país con el resto del continente. No bastaba con declarar su no reconocimiento a las autoridades golpistas, cuando sus funcionarios e instituciones cerraban puertas y ventanas, y se hacían pasar por ciegos, sordos y “suecos”. Era el momento de acompañar a Zelaya en el avión hasta Tegucigalpa, bajar las escalerillas exponiendo el pecho junto a su par latinoamericano, e iniciar así, sin innecesarios mea culpas por el pasado, una nueva era. Está bien eso de que el pasado es pasado: para borrarlo de la memoria popular no hay que pedir disculpas, hay que actuar. Pero Obama y su flamante Secretaria tienen otras prioridades. Los ricos se reúnen con los ricos y los pobres mueren con los pobres.
Frente a las imágenes en vivo de Tele Sur, hemos sentido indignación, pero también orgullo de ser latinoamericanos, orgullo sobre todo, de ser revolucionarios latinoamericanos. Cuando el ejército hondureño –entrenado y adoctrinado por Estados Unidos--, dispara con armas norteamericanas contra su pueblo, contra nosotros todos, seamos centroamericanos, caribeños o suramericanos, con la seguridad de contar con la indiferencia cómplice o el apoyo de Estados Unidos, de sus medios, es ese país el que dispara. El soldadito humilde es solo un ejecutor, un soldadito armado con muchos miedos (el del hambre, el de la muerte), que solo puede reencontrarse en sus días de asueto, cuando comparte con sus amigos y enamora a una muchacha.
No llegará hoy Zelaya a Honduras. Qué frágil es la dictadura que tanto teme su llegada. Pero mientras el ejército hondureño colocaba obstáculos en la pista de aterrizaje para que el avión del presidente constitucional no aterrizase y asesinaba a dos hondureños, entre ellos a un adolescente; mientras todos los latinoamericanos estábamos pendientes de los acontecimientos; Barack Obama, el presidente de “la esperanza”, guardaba silencio a bordo de un lujoso avión presidencial que lo llevaba hacia el otro extremo del mundo y perdía la oportunidad histórica de ser realmente –más allá de poses electorales--, el presidente del cambio. Pero haga lo que haga Estados Unidos, la pelea recién comienza, y sabremos ganarla.
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