Carlos Rodríguez Almaguer.
Tuve el privilegio de asistir a la presentación que The Royal Ballet realizó este miércoles 15 de julio, en el Gran Teatro de La Habana, como parte del merecido homenaje que rinde a nuestra entrañable Alicia Alonso. ¡Magia!, puedo exclamar, sin duda, y de seguro no habré sido el único. Magia en la actuación de esta Compañía danzaria, la principal de Gran Bretaña, cuya fama la había antecedido largamente y a la cual hizo honores suficientes como para que en reiteradas ocasiones provocara las prolongadas ovaciones con que aquel público, de pie, reconociera la altísima calidad de sus coreografías e interpretaciones.
Sin embargo, de la calidad artística que prestigia y distingue a The Royal Ballet, de la originalidad de sus coreografías y la precisión interpretativa de sus integrantes, estarán hablando en esta isla por largo tiempo tanto la crítica especializada como el público amante del ballet, cuyo gusto y conocimiento de la danza lo han convertido en uno de los más exigentes. Y es relacionado con este último, es decir, con el público cubano amante del ballet, que quiero hacer algunas consideraciones.
El ballet ha sido históricamente una de las manifestaciones artísticas que han solido asociarse con una cultura de élites, con la exclusividad. Es cierto que para comprender este arte se necesita una gran dosis de idealismo, de romanticismo, en fin, de espiritualidad. Por ello para mí ha resultado siempre un motivo de alegría el observar como en las reiteradas presentaciones de nuestras compañías danzarías tanto en los teatros como en las que han realizado al aire libre, es cada vez mayor la afluencia de público, y también el hecho cierto de que ese público lo conformen progresivamente un número mayor de personas jóvenes.
Varias veces he expresado mi preocupación sobre la vertiginosidad de la existencia humana en los tiempos que corren, y cómo el ser humano, envuelto en la vorágine de la cotidianidad, ha ido progresivamente disminuyendo, cuando no perdiendo, elementos esenciales que hacen posible su condición humana. La racionalidad, tan defendida y aplaudida por la Ilustración y la época subsiguiente, al ser exageradas sus esencias en pos de un racionalismo a ultranza, ha devenido en nuestros días enfermedad, cuando no tumba, de la espiritualidad. Así, resulta cada vez más esporádico el disfrute de ese mundo emocional que tanto bien le hace al hombre y a la sociedad en la que desenvuelve día a día su existencia. Como ni la abulia ni la estolidez son emociones sino vicios, las emociones más frecuentes en el mundo de hoy suelen ser la angustia y la zozobra, con lo que resulta un acto verdaderamente heroico elevarse por encima de la pequeñez cotidiana, para lo cual pedía a su Dios fuerzas diarias el infinito Rabindranath Tagore.
Sabiendo que las presentaciones de The Royal Ballet serían transmitidas en vivo empleando pantallas gigantes al aire libre, de manera que sus interpretaciones pudieran ser vistas por un mayor número de personas, tuve la curiosidad de salir, en uno de los intermedios, del Gran Teatro y dirigirme hasta la escalinata del Capitolio Nacional, frente a la cual se encontraba una de esas pantallas gigantes, para tener la experiencia vívida de la reacción del público que allí pudiera haberse reunido.
¡Jamás hubiera podido imaginar un espectáculo semejante! Una muchedumbre, ataviada con los más disímiles atuendos, cubría prácticamente el espacio frente al Capitolio; desde abuelos, algunos con sus nietos casi adolescentes, hasta las parejas jóvenes envueltas, unas en ropas de exóticos modelos y colores, otras, estrenando soberbias galas; personas cuya presencia revelaba aún la recién concluida jornada laboral, otras cuyo cercano taxi o vicitaxi o cocotaxi o escobillón en mano denunciaban la jornada todavía en marcha. Saltaban continuamente a la vista uniformes de estudiantes de distintos niveles, militares de diversos cuerpos, policías, trabajadores, turistas, deportistas reconocidos, escritores, todos reunidos por la magia del arte, libre el arte y libres ellos de las pesadas cadenas con que ata y reduce al arte en su relación con las personas la excesiva comercialización de la cultura. Saludaban con manos, sombreros, gorras o pañuelos, con gritos, aplausos y silbidos a los bailarines que, trasladándose desde el aledaño Gran Teatro, venían en cada intermedio hasta la improvisada plataforma para hacerles la agradecida reverencia. ¡Magia otra vez! ¡La maravilla realizada!
Es verdad que el tamaño de un pueblo se mide por el tipo de hombre y de mujer que en él se reproduce, por eso, felices los cubanos, que en el último medio siglo hemos tenido todos la oportunidad de desarrollar, gracias a la educación y a la cultura promovida y auspiciada por la Revolución, una sensibilidad artística que nos pone en condiciones espirituales de poder disfrutar a plenitud de momentos dichosos como este que hoy comento. Coincido con Lester Vila Pereira, quien en su reseña histórica de The Royal Ballet para los cubanos, escribe: “Las compañías de ballet son raras agrupaciones que apuestan por cosas que, en los tiempos que corren, parecen olvidadas. No siempre están al alcance de todos, pero los países que cuentan con ellas son poseedores de una reserva espiritual de valor inapreciable.” Así, inapreciable, es también para nuestro pueblo la obra que ha hecho posible, entre otras numerosas y archiconocidas, la maravilla real de que una presentación de The Royal Ballet pueda ser disfrutada por todo el que, estando en la capital de los cubanos, quisiera regalarse para siempre esos momentos inolvidables de espiritualidad que nos liberan y nos hacen mejores, porque es evidentísima esta verdad martiana de que ser culto en el único modo de ser libre y ser bueno es el único modo de ser dichoso.
Sin embargo, de la calidad artística que prestigia y distingue a The Royal Ballet, de la originalidad de sus coreografías y la precisión interpretativa de sus integrantes, estarán hablando en esta isla por largo tiempo tanto la crítica especializada como el público amante del ballet, cuyo gusto y conocimiento de la danza lo han convertido en uno de los más exigentes. Y es relacionado con este último, es decir, con el público cubano amante del ballet, que quiero hacer algunas consideraciones.
El ballet ha sido históricamente una de las manifestaciones artísticas que han solido asociarse con una cultura de élites, con la exclusividad. Es cierto que para comprender este arte se necesita una gran dosis de idealismo, de romanticismo, en fin, de espiritualidad. Por ello para mí ha resultado siempre un motivo de alegría el observar como en las reiteradas presentaciones de nuestras compañías danzarías tanto en los teatros como en las que han realizado al aire libre, es cada vez mayor la afluencia de público, y también el hecho cierto de que ese público lo conformen progresivamente un número mayor de personas jóvenes.
Varias veces he expresado mi preocupación sobre la vertiginosidad de la existencia humana en los tiempos que corren, y cómo el ser humano, envuelto en la vorágine de la cotidianidad, ha ido progresivamente disminuyendo, cuando no perdiendo, elementos esenciales que hacen posible su condición humana. La racionalidad, tan defendida y aplaudida por la Ilustración y la época subsiguiente, al ser exageradas sus esencias en pos de un racionalismo a ultranza, ha devenido en nuestros días enfermedad, cuando no tumba, de la espiritualidad. Así, resulta cada vez más esporádico el disfrute de ese mundo emocional que tanto bien le hace al hombre y a la sociedad en la que desenvuelve día a día su existencia. Como ni la abulia ni la estolidez son emociones sino vicios, las emociones más frecuentes en el mundo de hoy suelen ser la angustia y la zozobra, con lo que resulta un acto verdaderamente heroico elevarse por encima de la pequeñez cotidiana, para lo cual pedía a su Dios fuerzas diarias el infinito Rabindranath Tagore.
Sabiendo que las presentaciones de The Royal Ballet serían transmitidas en vivo empleando pantallas gigantes al aire libre, de manera que sus interpretaciones pudieran ser vistas por un mayor número de personas, tuve la curiosidad de salir, en uno de los intermedios, del Gran Teatro y dirigirme hasta la escalinata del Capitolio Nacional, frente a la cual se encontraba una de esas pantallas gigantes, para tener la experiencia vívida de la reacción del público que allí pudiera haberse reunido.
¡Jamás hubiera podido imaginar un espectáculo semejante! Una muchedumbre, ataviada con los más disímiles atuendos, cubría prácticamente el espacio frente al Capitolio; desde abuelos, algunos con sus nietos casi adolescentes, hasta las parejas jóvenes envueltas, unas en ropas de exóticos modelos y colores, otras, estrenando soberbias galas; personas cuya presencia revelaba aún la recién concluida jornada laboral, otras cuyo cercano taxi o vicitaxi o cocotaxi o escobillón en mano denunciaban la jornada todavía en marcha. Saltaban continuamente a la vista uniformes de estudiantes de distintos niveles, militares de diversos cuerpos, policías, trabajadores, turistas, deportistas reconocidos, escritores, todos reunidos por la magia del arte, libre el arte y libres ellos de las pesadas cadenas con que ata y reduce al arte en su relación con las personas la excesiva comercialización de la cultura. Saludaban con manos, sombreros, gorras o pañuelos, con gritos, aplausos y silbidos a los bailarines que, trasladándose desde el aledaño Gran Teatro, venían en cada intermedio hasta la improvisada plataforma para hacerles la agradecida reverencia. ¡Magia otra vez! ¡La maravilla realizada!
Es verdad que el tamaño de un pueblo se mide por el tipo de hombre y de mujer que en él se reproduce, por eso, felices los cubanos, que en el último medio siglo hemos tenido todos la oportunidad de desarrollar, gracias a la educación y a la cultura promovida y auspiciada por la Revolución, una sensibilidad artística que nos pone en condiciones espirituales de poder disfrutar a plenitud de momentos dichosos como este que hoy comento. Coincido con Lester Vila Pereira, quien en su reseña histórica de The Royal Ballet para los cubanos, escribe: “Las compañías de ballet son raras agrupaciones que apuestan por cosas que, en los tiempos que corren, parecen olvidadas. No siempre están al alcance de todos, pero los países que cuentan con ellas son poseedores de una reserva espiritual de valor inapreciable.” Así, inapreciable, es también para nuestro pueblo la obra que ha hecho posible, entre otras numerosas y archiconocidas, la maravilla real de que una presentación de The Royal Ballet pueda ser disfrutada por todo el que, estando en la capital de los cubanos, quisiera regalarse para siempre esos momentos inolvidables de espiritualidad que nos liberan y nos hacen mejores, porque es evidentísima esta verdad martiana de que ser culto en el único modo de ser libre y ser bueno es el único modo de ser dichoso.
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